Discurso del acto institucional del Día de la Constitución 2023

DISCURSO DÍA DE LA CONSTITUCIÓN 2023

Discurso pronunciado por la doctora Lourdes Azorín Ortega en el acto institucional celebrado el 6 de diciembre de 2023 en el Teatro Concha Segura con motivo del 45 Aniversario de la Constitución Española.

El derecho a la libertad religiosa como reconocimiento de la dignidad de la persona

Señora alcaldesa Remedios Lajara Domínguez, señor Director General de Administración Local, señores concejales de la corporación municipal, querida familia y queridos vecinos de Yecla.

En primer lugar quiero agradecer la confianza depositada en mí para intervenir en este acto al que he asistido muchas veces como público que, como ustedes, quería testimoniar el aprecio y el respeto a la Constitución Española de 1978. También quieropedir disculpas de antemano por si mi intervención suscita alguna controversia o dificultad; nada más lejos de mi intención que solo pretende aportar algunas reflexiones sobre un asunto que para mí reviste una gran importancia. La identidad cristiana que vertebra mi ser es un asunto vital para mí y es lo que me ha llevado a fijarme en el artículo 16 de nuestra Constitución, el artículo que garantiza la libertad religiosa.

Dice así: Artículo 16. Libertad ideológica y religiosa

1. Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley.
2. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias.
3. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.

Este artículo pertenece al Capítulo II. “Derechos y libertades” que se inicia con elartículo 14 que habla sobre la igualdad ante la ley. En las actuales circunstancias no me resisto a traerlo a la conciencia de todos y paso a leerles:

“Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.”

La Carta Magna continúa con la Sección 1ª: De los derechos fundamentales y de las libertades públicas

Y entre el Artículo 15, sobre el derecho a la vida y el Artículo 17, derecho a la libertad personal, se inserta el artículo sobre la libertad ideológica y religiosa.

Ocupa una posición importante, fruto de un certero discernimiento de los padres de laConstitución, conocedores de la dimensión religiosa de los seres humanos y creo que con, al menos, aprecio y estima a la tradición cristiana de la que es deudora nuestro contexto cultural europeo y por supuesto español.

Si le hubiera preguntado a algunos de mis sobrinos, fieros críticos de su tía, sobre la oportunidad de hablar de la libertad religiosa, creo que me habrían dicho: “eso no le interesa ni a Dios tía, bueno a lo mejor a Dios sí y a alguna friki cristiana como tú puede que también”.

Esta cariñosa y puede que extendida opinión parte del desconocimiento de la realidad global y también de ciertos cambios en la cultura actual que tensan y ponen en cuestión, más o menos sutilmente, la libertad religiosa. Sigue siendo un derecho que es conculcado en muchas partes del mundo.

PRECEDENTES,
A) Declaración Universal de los Derechos Humanos promulgada en París el 10 de diciembre de 1948, enuncia:
«Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia; así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia».

En mayo de 1948, durante el proceso de redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el representante de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la URSS, recomendó un artículo que subrayaba la independencia entre la libertad de pensamiento y la libertad religiosa, concediendo especial importancia a la primera para, supuestamente, «garantizar la libertad de conciencia», «fomentar el desarrollo de las ciencias modernas… [y] descartar todas las creencias anticuadas y el fanatismo religioso». La delegación soviética justificó la propuesta afirmando que «la expresión “libertad de pensamiento” incluía el pensamiento científico y filosófico, además del pensamiento en sus formas religiosas», postura similar a la del representante chino, que opinaba que «la libertad de pensamiento incluía la libertad de conciencia, así como la libertad religiosa».

Sin embargo, la libertad religiosa ocupa un lugar determinante en la historia de la humanidad, ya que fue de importancia decisiva para el desarrollo y el avance práctico de la idea de los derechos humanos en la historia constitucional europea y norteamericana y se considera «el canario en la mina de carbón», la herramienta más fiable para anticipar las violaciones generales de los derechos humanos por parte de un régimen represivo o un tirano.

B) Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos acordado en New York el 16 de diciembre de 1966.

C) Acta final de HELSINKI, firmada el 1 de agosto de 1975, afirma: 

«Los Estados participantes ·reconocerán y respetarán la libertad de la persona de profesar y practicar individualmente o en comunidad con otros su religión o creencia, actuando de acuerdo con los dictados de su propia conciencia”.

A pesar de todas estas declaraciones y pactos, en el informe de Ayuda a la Iglesia Necesitada de 2023, se pone de manifiesto que la libertad religiosa ha sido vulnerada en países donde viven más de 4.900 millones de personas. Son más de 60 países en los que los ciudadanos se han enfrentado a graves violaciones de la libertad religiosa.

En la categoría roja (persecución) de este informe figuran 28 países que comprenden 4.020 millones de personas, lo que equivale al 51,6% de la población mundial. Destacan los dos países más poblados, China e India, que se encuentran entre los que violan la libertad religiosa de forma más grave. Por ejemplo, controlan el acceso al empleo, a la educación y a los servicios sanitarios, implantan sistemas de control masivo, imponen obstáculos económicos y electorales, y no imponen la ley y el orden cuando las comunidades religiosas sufren ataques de turbas locales o terroristas.

En un mundo en el que diversas formas de tiranía moderna pretenden suprimir la libertad religiosa, o tratan de reducirla a una subcultura sin derecho a voz en la plaza pública, o de utilizar la religión como pretexto para el odio y la brutalidad, es imperativo que los seguidores de las diversas religiones y todas las personas de buena voluntad, unan sus voces en un llamamiento a la paz, la tolerancia y el respeto de la dignidad y los derechos de los demás.

El hecho religioso sigue siendo muy importante en nuestro país. Según datos publicados por el Centro de Investigaciones Sociológicas en octubre de 2023, el 53,9 % de los ciudadanos españoles se identifican como católicos y el 3,0 % como seguidores de otras religiones.

El hecho religioso es un fenómeno humano total, tan antiguo como el ser humano, y aparece inseparablemente mezclado con su cultura. Esto significa que se expresa a través de aquellos símbolos, instituciones sociales, estamentos, que son propios de cada cultura. Es también una respuesta acerca de determinados puntos críticos de la existencia, como el sufrimiento, la vida o la muerte, y su presencia constante en la historia del ser humano lleva a plantearse que la religión responde, más que a una etapa de la historia, a un nivel de la conciencia, a una dimensión de la existencia humana. Ya nadie piensa, por ejemplo, que haya existido una era arreligiosa de la humanidad.

Los rasgos esenciales del fenómeno religioso se pueden describir diciendo que la religión es “un hecho humano específico que tiene su origen en el reconocimiento por el hombre de una realidad suprema, la cual confiere su sentido último a la propia existencia, al conjunto de la realidad y al curso de la historia”. Se destaca aquí la especificidad del hecho religioso frente a los intentos de reducirlo a otras actitudes o
realidades humanas. El núcleo esencial de este hecho humano es el reconocimiento de una realidad suprema: el Misterio. Este, podrá representarse con formas muy diversas (una o varias realidades personales, poderes sobrenaturales o incluso un estado al que el sujeto aspira, como en el budismo hinayana). Pero lo fundamental es que se reconozca, en el sentido de sometimiento y entrega, esta realidad suprema como salvación de la persona y garante del sentido del mundo y de la historia. La religión es adoración del Misterio y entrega confiada al mismo.

Al hablar de los rasgos esenciales del hecho religioso y en relación con el tema de lo sagrado, se dedica una atención especial al Misterio no ya sólo por ser el centro y origen de lo religioso, sino también porque la vida es esencialmente misterio y abrirse al misterio de la vida es buscar nuestro lugar en el mundo, imbuirse del misterio que somos nosotros mismos, abandonarse en el «Misterio» que es fuente y fundamento de todo, y caminar no de seguridad en seguridad, sino de fe en fe. Esto es a veces difícil de entender por nosotros, hijos de la modernidad, donde sólo lo claro y lo distinto tiene garantías de ser real. Nos da miedo lo incontrolable, lo que nos sobrepasa, lo profundo.

Por eso nos acomodamos a la seguridad de la superficie, de lo útil, de lo pragmático. Ahogamos las preguntas últimas, los interrogantes que la misma vida nos propone. Y así, sin darnos cuenta, hemos perdido el sentido del misterio. 

Sin embargo, hay una lógica y unas razones que nos sobrepasan, que no entran dentro de lo evidente y demostrable, de lo inmediato y lo visible, pues lo cierto es que existen muchas experiencias reales que son esencialmente inobjetivables, que escapan de los conceptos. No se pueden demostrar, aunque sí mostrar. Y el interrogante, sobre todo el más radical, se queda mudo y, en lugar del asombro que provoca, se nota una especie de indiferencia. Así la vida pierde novedad y frescura. Se queda sin pasión ni entusiasmo. Y justo allí es donde nos jugamos lo importante, porque la vida, por mucho que queramos, no la podemos controlar ni con el dinero ni con el poder.

El largo repertorio de creencias que la humanidad ha tenido y tiene versan siempre sobre la liberación en sus diversos sentidos: económica, social, política, cultural, religiosa, etc. Se han ha construido formas tan numerosas y tan diversas de esperanzas liberadoras precisamente porque hay demanda de ellas, porque el ser humano las busca con afán, consciente de su indigencia.

El ser humano es un ser con dimensión biológica, psicológica, social y espiritual y esta se pude tematizar religiosamente o se puede conformar vacía y acomodar ese anhelo a la ética.

Para explicarnos este afán humano por crear esperanzas liberadoras y aferrarse a aquéllas que él piensa van a salvarle del mal que padece, debemos fijarnos en lo que se llamar «impulso vital humano».

El impulso vital humano es el mismo impulso vital que está en la base de la evolución desde la aparición de la vida hasta la aparición del ser humano, pero que ahora en éste adquiere nuevas formas, que hacen de la persona humana el ser superior de la naturaleza. En el ser humano, a diferencia de los animales, el impulso vital reviste formas de ímpetu, de ansia, de afán y deseo que lo convierten en un ser social, en un ser civilizado, en un ser técnico y creador, en un ser esperanzado. Gracias a este impulso el hombre camina hacia adelante en un esfuerzo constante de autosuperación.

El impulso vital se expresa como radical deseo de felicidad. Ya Aristóteles decía que “todos los hombres anhelan por naturaleza ser felices”. Y es que la conciencia de indigencia no proviene tanto de la incapacidad del mundo para satisfacer al ser humano cuanto del ansia de plenitud constitutiva de toda persona. Por eso todas las esperanzas humanas de liberación pretenden dar respuesta, primariamente, no a lo que el mundo tiene de finito e insuficiente sino a lo que el ser humano tiene de inagotable y sediento. 

El ser humano es un buscador insaciable de la paz y de la felicidad.
Ninguna adquisición de bienes materiales, ninguna situación vital,
por satisfactoria que parezca, consigue detener esa búsqueda. Somos
peregrinos hacia un destino de plenitud que no encontramos nunca
del todo en el mundo (“Dios es Amor”, 20 ).

Profunda era la mirada de Buda cuando decía que la vida era “sed”: una sed de infinito, una sed de felicidad. Es esta sed la que ha llevado al ser humano a crear esperanzas de liberación que le orienten en su esfuerzo por mejorar las condiciones de vida del mundo.

Y esta misma sed es la que hace que la humanidad renuncie a aquellas esperanzas que no lograron colmar sus ansias de liberación, para sustituirlas por aquellas otras que, en cada momento histórico, cree que van a darle respuesta plena. 

El ser humano es un ser religioso. Nuestra Constitución lo ampara. En la fe cristiana, de la que yo tengo la gracia de participar, entendemos que la búsqueda de la felicidad es una huella indeleble de Dios en la persona humana y se manifiesta como “sed de Dios”. 

Hay un hecho muy importante en relación con el tema que nos ocupa y es la Declaración del Concilio Vaticano II Dignitatis Humanae: un documento sorpresivo, sorprendente y trascendental que vio la luz la víspera de la Inmaculada del año 1965.

Según el Diccionario de la Real Academia Española, sorpresivo es lo que nos coge por sorpresa, aquello que es inesperado. Sorprendente es aquello que produce admiración. Trascendental es un calificativo que se aplica a aquello que es de mucha importancia por sus consecuencias. Me atrevo a afirmar que esos tres calificativos se pueden aplicar con entera justicia y exactitud a la Declaración Conciliar Dignitatis Humanae sobre el derecho fundamental de la persona humana a la libertad religiosa.

Basta conocer un poco la historia de la Iglesia del siglo XX para deducir que ese documento conciliar nos cogió por sorpresa, ya que hasta el momento mismo de su promulgación no puede decirse que el Magisterio ordinario de la Iglesia y el pensamiento católico fuese en esa dirección y fue además sorprendente por la sencilla razón de que dio un paso de gigante en relación con las tímidas llamadas a la libertad religiosa que le habían precedido.

En cuanto a su trascendencia, no cabe la menor duda. No se exagera si se afirma que; al menos en lo que respecta a la imagen de la Iglesia en relación con el mundo en el que vive encarnada, el Concilio Vaticano II puede ser definido como el Concilio de la Libertad Religiosa. Fue quizá el elemento más decisivo para que cambiase, en relación con los nombres y mujeres de nuestro tiempo, una cierta imagen de la Iglesia poco atractiva y hasta rechazable.

En la Iglesia española el impacto fue enorme, metidos como estábamos en el estado confesional franquista que intervenía en el  nombramiento de los obispos e imbuida la sociedad del nacionalcatolicismo.

Con esta Declaración adquirió carta de ciudadanía en la Iglesia el personalismo que proclama dos verdades oscurecidas en la vida de la Iglesia durante demasiado tiempo:
1. la dignidad e igualdad entre las personas, sin discriminaciones por razón de raza, sexo, inteligencia;
2. la libertad de la persona, como un don, que es la base fundamental de su dignidad y de su grandeza.

De esta forma, la Iglesia se despojó de una actitud exageradamente defensiva frente a las conquistas que el hombre de nuestro tiempo había hecho en el campo de su propia libertad y, como fruto· y reacción, ante tiranías insoportables.

La aceptación de la libertad religiosa, como derecho fundamental de toda persona, llevaría consigo las siguientes consecuencias:

1. la necesidad de defender y proclamar la verdad sin ningún tipo de agresión en relación con aquellas personas que no la comparten;
2. despojarse de los pseudoproteccionismos por parte de las autoridades y de los poderes políticos en la proclamación y propagación de la fe católica;
3. proclamar, frente a los disidentes, que es mucho más en lo que coincidimos que en lo que discrepamos, cuando se admite la fe en un Dios
trascendente;
4. admitir, sin reticencias, los rastros de auténtica verdad que se encuentran en otras concepciones religiosas
5. respetar, sincera y eficazmente, los agnosticismos y los ateísmos que, en el fondo, esconden siempre ese misterio que es el hombre y su libertad. Libertad que Dios misteriosamente respeta y que nosotros debemos respetar.

En esta lucha por la libertad era de suma importancia iniciar un auténtico diálogo con todos los hombres de buena voluntad. Sobre todo, este diálogo tenía que establecerse con todos aquellos creyentes que se oponen a un ateísmo y materialismo, del signo que sea, que pretende borrar la huella de Dios en la historia. Huella de Dios que nos obliga a empeñamos en conseguir una auténtica fraternidad que borre para siempre desigualdades que oscurecen la imagen de Dios en el hombre. Sin esta Declaración hubiese sido imposible la oración común en Asís, en la que, con escándalo de algunos, el Papa unió sus manos con los representantes de todas las religiones.

Al titularse la Declaración: El derecho de las personas y de las comunidades a la libertad social y civil en materia religiosa, el Concilio quiere dejar bien claro que el objeto o contenido de esta libertad, en cuanto derecho de la persona, es, ante todo y sobre todo, la inmunidad de coacción. La persona no puede ser coaccionada y esa inmunidad o protección debe entenderse en una doble dirección:

1. no ser forzados a actuar, en materia religiosa, en contra del dictamen de la propia conciencia;
2. no ser impedidos cuando actúan en el plano religioso según el dictamen de la propia conciencia.

El fundamento de toda esta nueva concepción del derecho del ser humano a la libertad religiosa, que nuestra Constitución contempla, no es otro que la dignidad de la persona. En esta dignidad pueden distinguirse tres elementos esenciales:

1. la irrenunciable responsabilidad de toda persona a establecer sus relaciones con Dios. Esta responsabilidad exige una base de verdadera libertad, sino quiere ser destruida en sí misma;
2. la relación que existe entre la persona y la verdad. La persona tiene una natural tendencia a buscar la verdad para vivir de ella y en ella. Pero, esa verdad no puede ser conocida, ni abrazada sino a la luz de la verdad misma. Es decir, no puede ser impuesta. Esa imposición, directa o indirecta, abierta o disfrazada; destruye y deforma la verdad misma.
3. el derecho de la persona a su propia identidad. Y en esta identidad entra, como elemento integrante y esencial, no traicionar nunca sus convicciones más íntimas y bien fundamentadas. Es sinónimo de obrar siempre según la propia conciencia.

La conculcación o el desconocimiento de cualquiera de estos elementos integrantes de la dignidad del ser humano, suponen y llevan consigo la conculcación del derecho radical a la libertad religiosa.

Los límites en el ejercicio de este derecho fundamental nacen de otra de las bases antropológicas que, en una recta concepción del ser humano, no puede ni infravalorarse, ni desconocerse. Si la persona es limitada, también lo será su libertad. Esta limitación se inserta en su dimensión social por la que la persona es un ser «para los demás», un ser esencialmente relacionado con los demás.
Estos límites tienen, desde este punto de vista, dos vertientes:

1. los derechos de las demás personas, ya que allí terminan tus derechos donde comienzan los ajenos;
2. el derecho-deber del poder público, en cuanto que es y debe ser siempre garantía del bien común, es decir, de la creación de un orden de cosas en el cual no sólo sea posible, sino fácil, que cada uno pueda lograr su destino.

En el plano mismo de los derechos humanos y sus contenidos esenciales se suelen señalar como derechos fundamentales complementarios o derivados del derecho a la libertad religiosa, entre otros, los siguientes:

1º. La libertad de cultos.
2º. La libertad de enseñanza.
3º. La objeción de conciencia.
4º. Asistencia religiosa: De ninguna manera puede entenderse esta derivación del derecho fundamental como un elemento residual del régimen de confesionalidad del Estado.
5º. Acceso a los medios de comunicación estatales.
6º. Reconocimiento de los efectos civiles al matrimonio religioso.

La libertad religiosa y su reconocimiento y protección supone la base del reconocimiento y la garantía de otras libertades y derechos fundamentales, porque es imposible que subsista una auténtica libertad de pensamiento, de opinión, de asociación, de reunión, sin el derecho fundamental a que el hombre cumpla, individual y asociadamente, con sus deberes religiosos, tal y como se los dicta su propia conciencia.

Pero, lo más importante es que, al recoger la libertad religiosa como objeto preciso de uno de esos derechos, pone de relieve algo muy importante y sobre lo que, con gran acierto, se ha llamado la atención. Nos referimos a lo que se ha denominado el valor laico del derecho a la libertad religiosa. Porque, efectivamente, en un análisis primario y elemental de este derecho podría pensarse que se trata de algo que sólo afecta a los creyentes y que sólo por ellos puede ser defendido. Y esto no es conforme con una concepción genuina de los derechos fundamentales.

Entre los cambios culturales que socavan el derecho a la libertad religiosa me voy a detener en tres.

Primero iré tras el que llamaré “neutralismo del espacio público” con sus planteamientos de desalojo de lo religioso del espacio público y su consiguiente privatización. En segundo lugar, tras el “relativismo nihilista” que ve “maravillosa” la pluralidad de culturas y expresiones de la libertad emocional de personas y grupos, pero en nuestra querida patria hispana incomprensiblemente se “bloquea” cuando esas expresiones tienen cariz católico. Uno y otro, viniendo de extremos opuestos, desemboca en un relativismo aceptador de todo, excepto de algunas expresiones religiosas. Después de describir brevemente estos enfoques primo-hermanos diré, en tercer término, algo de los fanatismos religiosos, tristemente crecientes. 

El neutralismo del espacio público arraiga en algunas de las más influyentes teorías sociales modernas. La acción social entraría, así, en el ámbito de lo público y los valores serían asunto de vida privada, cuestión de preferencia subjetiva. Si los diversos órdenes de valores en conflicto ofrecen otros tantos órdenes de salvación, nadie puede determinar objetivamente cuál es el verdadero. Ningún orden de preferencia puede reivindicar para sí la exclusividad, eliminando a los otros, ni tampoco reclamar el poder de imposición sobre los individuos, por tanto han de replegarse en lo privado de las conciencias o las sacristías.

Según esa lógica con tantos adeptos en sociedades secularizadas, creer o no creer viene a ser simplemente una elección determinada por el sentimiento, pero no por la racionalidad. El aporte de la religión residiría en la experiencia concreta de que ayuda o equilibra a las personas; su contraindicación residiría en perjuicios tales como la incivilidad o el dogmatismo, que hacen daño, cuando la religión se sale fuera de sus
reductos privados.

Aplicaciones prácticas de esta ideología que disuelve la presencia de la religión en público –siempre so capa de los bienes de la neutralidad, la libertad de expresión o la búsqueda de lo más universal— son, por ejemplo, una reciente sentencia de un tribunal europeo que impide a una ciudadana belga ir al trabajo con su velo musulmán o los alcaldes de algunos municipios de España que dicen que no participan en actos religiosos por respeto al carácter laico del Estado, o los grupos que cuestionan la celebración de las procesiones de Semana Santa.

A mi juicio, se confunde peligrosamente la justa y necesaria “laicidad del Estado” con una “sociedad laica” y esa confusión perjudica la pluralidad que expresa riqueza social. No se puede ignorar que la laicidad del Estado está al servicio de una sociedad plural en el ámbito religioso; el Estado laico se sitúa como garante de la libertad, mientras que, por el contrario, una sociedad “laica” implicaría la negación social del hecho religioso o, al menos, del derecho a vivir la fe en sus dimensiones públicas.

La laicidad del Estado requiere de separación y neutralidad pero no puede suponer ni pretender hacer que la sociedad sea “laica”. Y esa idea late cuando se pide dejar solamente la “separación” y eliminar la “cooperación” del concepto de laicidad. 

Frente a ese tipo de pretensiones que son jaleadas por buena parte de la opinión pública y también por algunos partidos políticos en nuestro país, creemos que “la exclusión de la religión del ámbito público, por un lado, así como, el fundamentalismo religioso, por otro, impiden el encuentro entre las personas y su colaboración para el progreso de la humanidad. La vida pública se empobrece de motivaciones y la política adquiere un aspecto opresor y agresivo. Se corre el riesgo de que no se respeten los derechos humanos, bien porque se les priva de su fundamento trascendente, bien porque no se reconoce la libertad personal”.

Mirando las grandes religiones y, desde luego, los tres grandes credos monoteístas (judíos, cristianos, musulmanes), nos damos cuenta de que no son doctrinas abstractas para el alma en soledad, sino proyectos de convivencia humana, propuestas que incluyen visiones de cómo procurar el bien de la persona en el seno de la comunidad. Las tradiciones y elementos religiosos han conformado muchos contornos del espacio público (tiempos, festividades, símbolos, etc.). La opción a favor de su reclusión en el ámbito personal-privado no sólo acaba neutralizando su influencia pública, sino que termina generando, queriendo o sin querer, una visión peyorativa del hecho religioso daña el compromiso ético, al ignorar aspectos muy significativos de la racionalidad y la motivación humanas; empobrece la razón y ahoga la memoria y la esperanza e incluso puede ser matriz de resentimiento y hostilidad de los que no se sienten socialmente respetados.

La otra vía que he señalado como disolvente de la justa laicidad es la del relativismo contextualista y nihilista y que disuelve instituciones y valores compartidos.

Los criterios por medio de los que se evalúa una cultura, según lo planteado por las escuelas de “pensamiento posmoderno”, “pensamiento débil”, “pensamiento sin fundamentos”, “pensamiento sin verdad”, son criterios internos a la cultura misma sometida a la evaluación. Si los criterios son “intraculturales” y nunca “interculturales” o “transculturales”, cada grupo cultural tendría su opción –incontestable— de lo bueno, lo bello y lo verdadero, sin que el encuentro, el contacto y la comunicación puedan aspirar a una verdad trascendente y vinculante en la historia.

Ahora bien, el relativismo contextualista suscribe que “todas las verdades son iguales, pero –si se me permite parafrasear a Orwell– unas más iguales que otras”. A ese respecto, siempre me ha llamado la atención cómo la mayoría de los defensores del multiculturalismo en Europa no tienen dificultad en expresarse a favor de todas las expresiones culturales, pero en contra de aquellas que tienen como “sustancia” la religión (símbolos, nombres de calles, etc.). Hace unos años en España y otros países de Europa se salvaban de esta exclusión, paradójicamente, los musulmanes, porque se les consideraba una “minoría a proteger”; eso por mor del yihadismo se ha terminado.

El papa Francisco ha explicado en Evangelium gaudium (2014) que una cultura que solo admita verdades subjetivas “vuelve difícil que los ciudadanos deseen integrar un proyecto común más allá de los beneficios y deseos personales» (EG, 61). Desafiar eso no significa defender el “si Dios no existe todo está permitido”, ni negar el hecho de que la “expresión de la verdad puede ser multiforme” (EG, 41). Significa que no todo vale y que los diferentes comportamientos deben respetar los valores básicos de la convivencia en diversidad, así como los derechos y libertades fundamentales que protegen la dignidad de las personas.

Si la verdad no cuenta nada, no hay verdadera libertad y tampoco es posible la justicia. Sin criterios comunes más allá de las opiniones cambiantes y de las concentraciones de poder, ¿qué justicia puede haber? No ha sido posible la justicia ni en las grandes dictaduras que se han sostenido en la mentira ideológica ni en las sociedades donde el relativismo se ha adueñado de la situación. Si renunciamos a la verdad en la vida personal y social, solo nos queda pragmatismo y triunfo de los fuertes, pragmatismo y “descarte” de los débiles.

La “verdad sin libertad” es caldo de cultivo para toda suerte de fundamentalismos sean religiosos, políticos o ideológicos. De ahí procede, casi por ensalmo, el sectarismo que corta con la sociedad, y el fanatismo que puede derivar en imposición sobre el diferente y la generación del odio, que en los casos extremos incluso se vuelve mortífero.

Hay fanáticos cristianos que hoy se manifiestan contra el Islam y creen que la defensa de los valores cristianos de Europa pasa por impedir que sigan llegando personas de religión musulmana o incluso expulsar a los que ya están (Trump lo grita en Estados Unidos). No creen en la posibilidad de su integración en sociedades pluralistas y democráticas.

Y también hay fundamentalistas musulmanes que, en tiempos de yihadismo, ya no son solamente fanáticos religiosos, sino que pueden pasar a ser, con relativa facilidad, instrumentalizados por el terrorismo. Los atentados terroristas no sólo buscan que cunda el pánico en el conjunto de la población, sino que se estigmatice a los musulmanes dentro de Europa, que se considere a cualquier musulmán como potencial terrorista y que se restrinja su libertad religiosa, obligándoles a elegir entre vivir en Europa o pertenecer al Islam.

Necesitamos políticos inteligentes y ciudadanos sensatos para no seguir el juego de esas falsas dicotomías.

Entre creyentes y no creyentes hay un terreno fértil de coincidencias sobre valores que dignifican la vida y hacen crecer el respeto a lo diferente y la articulación de lo distinto en un marco de convivencia pacífica y justa. Es un terreno común que sólo puede darse en el seno de un Estado aconfesional y laico, donde las diversas cosmovisiones pueden convivir en armonía sin renunciar a su identidad. El Estado laico da espacio a las religiones estimándolas factores constructivos de la vida social.

El laicismo se vuelve injusto cuando pretende oficializar en la esfera pública una visión no religiosa de la vida, en la que no haya lugar para Dios. De ahí que sea absolutamente necesario, insisto, distinguir entre “laicidad del Estado” y “sociedad laica”. El Estado laico se sitúa como garante de la libertad y al servicio de una sociedad plural en el ámbito religioso, mientras que, por contra, la sociedad “laica” implica la negación social del hecho religioso o, al menos, dificulta el derecho a vivir la fe en sus dimensiones públicas. La laicidad del Estado no exige en absoluto que la sociedad sea “laica”. 

Pensando en la sociedad española, resulta a mi parecer imprescindible mantener vivo el espíritu constitucional de “laicidad positiva”, tal como la denomina el Tribunal Constitucional. En efecto, nuestra Constitución no postula, ni en el espíritu ni en la letra, la exclusión del hecho religioso en la vida social y pública o su reducción al ámbito exclusivo de las conciencias, sino que juzga que las creencias, las convicciones y los valores tienen repercusión en la esfera social y, aceptando por supuesto las reglas de la convivencia plural, construyen como el que más una sociedad abierta y libre. Cuando vemos reformas constitucionales en lontananza, sería un gravísimo error político dilapidar nuestro gran patrimonio de “laicidad positiva”.

Para terminar vuelvo a poner de manifiesto la comprensión positiva de la laicidad que se articula en nuestra Constitución mediante dos principios ubicados en el artículo 16.3: el primero lo refleja la frase de “ninguna confesión tendrá carácter estatal”, e implica tanto la separación de las entidades religiosas y el Estado, como la neutralidad de los poderes públicos ante el acto de fe, la cual no significa indiferencia y mucho menos desprecio ante el fenómeno religioso. El segundo principio –el de cooperación— ordena a los poderes públicos “tener en cuenta las creencias religiosas presentes en la sociedad y mantener relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones”.  A tenor de la significación histórica del catolicismo y su reconocimiento como religión mayoritaria de los españoles, se especifica una especial colaboración del Estado con la Iglesia católica. Esta afirmación constitucional no va –ni debe ir— en detrimento de nada ni de nadie.

En un momento confuso e incierto como el que vivimos, es una gran suerte contar con un marco constitucional como el español y un marco doctrinal como el conciliar. Son exitosos esfuerzos de un “personalismo jurídico” a favor de apuestas consistentes por la cultura del diálogo y el encuentro, y suponen tanto la aceptación recíproca de las diferencias –a veces de las contradicciones— como el respeto de las decisiones libres que las personas toman en conciencia.

En ejercicio gozoso de la libertad religiosa y desde mi fe cristiana, permítanme que me despida de todos ustedes pidiéndole a Dios que les bendiga.

Muchas gracias.

 

11/12/2023
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